Suman una quincena de lujuriantes islitas volcánicas o atolones coralinos lisos como un plato, aunque rara vez se visita alguna más allá de Rarotonga, Aitutaki y Atiu, la tríada esencial de este archipiélago de los Mares del Sur que, con su adormilado ambiente de antaño y sus escenarios sin trillar, presume de parecerse mucho a cómo era la Polinesia Francesa treinta años atrás.
Estas islas diminutas del Pacífico Sur fueron descubiertas por un leonés, las colocó en el mapa un cartógrafo ruso de origen alemán y pasaron a la historia con el nombre de un explorador al servicio de Su Graciosa Majestad que jamás las pisó. O al menos eso aseguran las malas lenguas sobre el capitán Cook, quien poco podría sospechar que, medio siglo después de haberlas reclamado para la corona británica, el archipiélago acabaría siendo bautizado en su honor por el almirante Iván Fiódorovich Kruzenshtern tras la primera circunnavegación auspiciada por el zar. Antes que por estos dos últimos navegantes, las Cook habían sido localizadas por el berciano Álvaro de Mendaña en 1595 y un par de décadas después por Pedro Fernández de Quirós, aunque sus verdaderos descubridores fueron los maoríes, que hoy constituyen el grueso de su población.
Las migraciones de este pueblo, procedente, según los últimos estudios, del sureste asiático, resultan tan épicas como desconocidas en la orilla occidental del globo. A bordo de grandes barcazas o vakasen las que familias al completo se hacían a la mar con sus animales y enseres, los maoríes fueron estableciéndose por los Mares del Sur en sucesivas oleadas. Salían en busca de nuevas tierras dejándose guiar por las estrellas y aprendiendo a leer las señales del océano. A muchos sin duda se los tragó para siempre. Los más afortunados encontraron una nueva morada por las geografías del llamado triángulo polinésico, con Nueva Zelanda, Isla de Pascua y Hawai como vértices y en cuyo centro se aposentan las Cook. Se estima que los maoríes llegaron aquí a partir del siglo VI procedentes de Tahití, Samoa y las Marquesas, ya previamente colonizadas por ellos, y que sus sucesores rematarían la faena poblando después Nueva Zelanda.
A pesar de que el archipiélago constituye hoy un Estado independiente, para determinadas cuestiones está asociado a esta gran isla a casi 3.000 kilómetros, de ahí que los kukis –como divertidamente se autodenomina su gente– ostenten doble nacionalidad, gocen del mismo sistema educativo y sanitario que sus vecinos, se manejen como pez en el agua tanto en inglés como en maorí y hasta usen indistintamente dólares neozelandeses o de las Cook. Eso sí, oficialmente podrá ser un país soberano, aunque se diría más bien uno de juguete: su quincena de islitas apenas suman 20.000 habitantes y todas juntas ni siquiera alcanzan 250 kilómetros cuadrados de tierra firme, aunque a cambio son dueñas y señoras de dos millones de kilómetros cuadrados de inmensidad acuática. Hay islas tan minúsculas que para localizarlas en un mapa habrá que tener buena vista, y para pisarlas tocará volar un día entero, con su noche correspondiente de avión, por lo que la mayoría de los europeos que las eligen se sirven de ellas como un colofón playero con el que ponerle la guinda a un viaje más prolongado por Australia y Nueva Zelanda.
Para los habitantes de ambos países, las Cook vienen a ser algo así como una Polinesia low cost, con unos escenarios que poco tienen que envidiar a Bora Bora, Moorea y demás paraísos que Francia conserva en el patio trasero del mundo, pero a precios mucho más de andar por casa. Si bien el coste del vuelo hace que lo de low cost resulte exagerado para los europeos, el archipiélago, a diferencia de lo que suele imaginarse, no es un coto privado para ricos. Sus hoteles de verdadero lujo se cuentan con los dedos de una mano, y entre estos y los albergues para mochileros –que alguno también hay– media una suficiente pero en absoluto invasiva variedad de alojamientos de todas las categorías, nunca aquí demasiado grandes ni más altos que las palmeras que los camuflan a la vista. Nada tampoco de guetos para turistas. Porque el buen nivel de vida de sus isleños les permite acceder a los mismos locales que los extranjeros, y eso facilita los encuentros con estas gentes tan inmensamente grandes como cariñosas que, aun con todos los servicios del siglo XXI a mano, los usan con naturalidad sin prescindir de su tradición.
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