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viernes, 8 de agosto de 2014

EL VALLE DEL LOIRE. Testigo de la historia de Francia.


El Loira es la espina dorsal de la historia de Francia. Así lo atestiguan los más de cincuenta castillos que se erigen a la orilla de la suave curva que el río traza entre Angers y Orleans. Bosques, viñedos y colinas componen un entorno acogedor que fue elegido por nobles y monarcas como segunda residencia. Porque, contra lo que sucede en otras regiones francesas, los castillos del Loira no tenían finalidad bélica o defensiva, sino que eran suntuosas mansiones para uso y disfrute de sus moradores.

Aquí tenemos cuatro de los más famosos castillos de la zona:

CASTILLO DE CHENONCEAU
Conocido como Castillo de las Damas, aguarda a media hora de Tours por una carretera que se adentra entre bosques hasta la orilla del río Cher, afluente del Loira. El rasgo más llamativo de este palacio es la galería cubierta que, sobre el llamado Puente de Diana, cruza el río. Debe el sobrenombre al gobierno que a lo largo de cinco siglos ejercieron sobre él seis mujeres. Albergó los amores de Diana de Poitiers (1499-1566) con el rey Enrique II de Francia (1519-1559); a la muerte del monarca, su viuda, Catalina de Médicis (1519-1589), tomó posesión del castillo y mandó construir la galería con tal de que se olvidara la denominación del puente que añadió Diana. A la reina Catalina le sucedieron como señoras del castillo Gabrielle d’Estrées, favorita de Enrique IV, Luisa de Lorena, esposa del príncipe de Chimay, la señora Dupin que en siglo XVIII organizó recepciones con filósofos y artistas, y madame Pelouze, quien costeó su restauración en 1865.




CASTILLO DE AMBOISE
De nuevo a orillas del Loira, la siguiente etapa es el castillo real de Amboise, a 60 kilómetros de Villandry. Sus estancias no solo albergaron a algunos de los monarcas más insignes de Francia, sino que contaron con la presencia del genio renacentista Leonardo da Vinci, quien por gentileza del rey Francisco I (1494-1547) residió en la cercana villa de Clos-Lucé hasta su muerte.
Amboise tiene un valor añadido. A su carga arquitectónica se añade su ubicación junto al casco urbano de una población con tiendas artesanales, flores en las ventanas y plazas diminutas ocupadas por las mesas de cafés y bistrots que sirven andouillettes, la salchicha especiada típica de la región, y queso de cabra acompañado de vino autóctono. El toque exótico lo pone, en las afueras, la curiosa Pagode de Chanteloup, una pagoda china de 44 metros de alto y siete pisos, erigida en 1775 por el duque de Choiseul.




CASTILLO DE BLOIS
Apenas transcurren quince minutos que ya aparece la silueta de otro castillo excepcional: Chaumont-sur-Loire, aupado sobre una colina que domina la curva que traza el río antes de llegar a la ciudad de Blois, que a su vez alberga uno de los castillos más eclécticos del valle. Compuesto por cuatro edificios de épocas distintas, el castillo de Blois fue residencia de los reyes Luis XII, Francisco I y Enrique III, que legaron al palacio interior de paredes bellamente decoradas y una colección real de pinturas. Monumental y solemne, su sala del Consejo es el recinto civil gótico más antiguo de Francia. La ciudad de Blois fue, además, escenario de uno de los sucesos capitales en la historia de Francia: el asesinato del duque de Guisa, que desencadenó las Guerras de Religión que asolaron el país en el siglo XVI.




CASTILLO DE CHAMBORD
El sueño de Francisco I. Bordeando el Loira a menos de veinte kilómetros se llega a Chambord. Una amplia avenida arbolada conduce a las puertas de un castillo que es el sueño en piedra de un rey culto y renacentista, Francisco I (1494-1547). Gran aficionado a la caza, el monarca decidió dar rienda suelta a su imaginación y crear el que posiblemente sea el pabellón de caza más fabuloso del mundo. Coronado por seis inmensas torres, sus 440 habitaciones, 365 chimeneas y 84 escaleras conforman un conjunto armónico. Se dice que en su construcción intervinieron 1.800 obreros y que el propio da Vinci –suposición nunca probada– intervino en el diseño de su escalera helicoidal, dos espirales imbricadas en un único hueco por las que dos personas pueden subir y bajar sin cruzarse.









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