La caprichosa geología moldeó en el centro del costado occidental de la cuarta isla más grande del planeta uno de los santuarios naturales más espectaculares del mundo, esculpiendo en torno a las gargantas del río Manambolo un impactante bosque pétreo de descomunales y puntiagudas agujas calcáreas, los tsingy, palabra local que significa pináculo. Estas torres kársticas son el producto de la erosión de millones de años sobre la placa calcárea levantada por la deriva de los continentes, cuando Madagascar se separó de Gondwana –de donde también surgieron Sudamérica, África, Australia, el Indostán y la Antártida–, el antiguo bloque desprendido a su vez del supercontinente Pangea.
Exóticas especies arbóreas
hundieron sus raíces entre las rocas grises aportando la nota de contraste más
llamativa con sus follajes de un verde brillante habitados por exóticos
pájaros, extravagantes camaleones y ágiles lémures que saltan sobre las
cortantes rocas como si pisaran arena blanda. Entrecortado por pequeñas
sabanas, el bosque seco caducifolio dio cobijo a un buen número de especies
endémicas, decenas de reptiles y anfibios, un centenar de aves, cinco familias
diferentes de murciélagos y una docena de lémures. Más de seiscientos tipos de
plantas se adaptaron con fuerza a la climatología tropical. Seca sobre las
superficies calcáreas y húmeda en el interior de los cañones, la vegetación
combatió con astucia la aridez, reteniendo el agua en las espinas, engordando
sus troncos, ralentizando el sistema vegetativo antes de las lluvias o incluso
encogiéndose hasta convertirse en arbustos enanos.
Semejante lugar no podía
pasar desapercibido ante el globalizado anhelo por proteger los espacios
naturales más singulares del planeta. La meseta de Bemaraha, delimitada al
norte por los abruptos farallones del río Manombolo y por suaves pendientes al
oeste, fue declarada Patrimonio Mundial por la Unesco en 1990, y siete años más
tarde se creaba el Parque Nacional
Tsingy de Bemaraha con un área restringida de protección integral:
en total, más de ciento cincuenta mil hectáreas. El parque visitable ocupa la
mitad sur, donde abundan los impresionantes tsingy. Las motivaciones para
recorrerlo van desde el estudio científico hasta la contemplación espiritual,
pasando por el avistamiento de aves, el trekking y las excursiones educativas,
ecológicas o simplemente turísticas. La aventura comienza circulando en 4×4 por
pistas de tierra rojiza a través de bosques, barros y vados que no siempre se
superan a la primera, y montando los coches en barcazas que cruzan los grandes
ríos de aguas marrones. La entrada al parque depende del estado de estas rutas,
cuya accesibilidad está condicionada a su vez por la temporada. La
impracticable época lluviosa va de noviembre a abril. De un modo más
aventurero, también se puede acceder en piragua descendiendo el Manambolo desde
Ankavandra, adonde se llega en avión.
Aunque vistas desde el aire
estas formaciones pudieran resultarnos del todo impenetrables, existen unas
vías ferratas, bastante respetuosas con la naturaleza, que las atraviesan a
través de angostas cuevas, insospechados pasillos naturales y profundas
gargantas. Todo ello gracias a la implantación de peldaños tallados en la roca,
escalerillas de mano, cables y cuerdas a los que sujetarse con los mosquetones incorporados
al arnés suministrado, e incluso el pequeño puente colgante que, oscilando
inquietantemente sobre un vacío de setenta metros, une un par de picachos para
alcanzar la plataforma-mirador que corona el trayecto. Aquellos que optan por
filmar la aventura paso a paso, aseguran que la dificultad máxima de este
momento consiste en compaginar unas buenas tomas con el sentido del equilibrio.
Nadie se adentra en el interior de los tsingy sin la compañía de un guía
especializado capaz de reconocer cada rincón del enigmático laberinto. Existen
siete circuitos a elegir, desde el fácil –de dos kilómetros en una hora– hasta
los de entre tres horas y dos días, que se enriquecen con visitas a antiguos
abrigos y tumbas, navegación en piragua por el Manambolobe, descenso en rappel
a un pozo calcáreo e incluso exploraciones espeleológicas por galerías
subterráneas.
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