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miércoles, 26 de marzo de 2014

BHUTAN. El país de las sonrisas


Los valles de este país de montañas albergan aldeas y templos que apenas han cambiado en siglos.

Bhutan parece una quimera hecha realidad. Este reino enclavado en medio del Himalaya permanece como hace siglos, con sus creencias budistas, sus pueblos aislados entre montañas de más de 6.000 metros y senderos jalonados por santuarios con banderas que lanzan oraciones al viento. De pequeño tamaño (38.394 km2) y vecino de las potentes India y China –Bután linda con Tíbet–, el país se mantiene independiente desde que en el siglo VIII Guru Rimpoche, considerado como el Segundo Buda, introdujo el budismo tántrico en la región.
Con un patrimonio natural y cultural casi intacto, Bután basa su atractivo turístico en el ritmo lento que rige los días tanto de locales como de visitantes. Su emplazamiento, entre cañones y picos escarpados, es la clave de la «ralentización vital» que se observa a lo largo de este viaje, un recorrido que parte del valle de Paro, visita la capital, Thimphu, y se adentra en los bonitos valles de Punakha, Phobjika y Bumthang, punteados de aldeas y monasterios. El preludio a las experiencias que aguardan al viajero en Bután es espectacular: el montañoso relieve que rodea el aeropuerto internacional de Paro obliga al avión a entrar por un desfiladero y a casi colocarse de lado antes de tomar tierra.
Con la silueta siempre nevada del Jomolhari (7.316 m) como fondo, el valle de Paro posee matices paisajísticos propios, además de una gastronomía próxima a la china y la india. Arrozales que transmutan del verde al amarillo y casas con alegres colores componen el panorama que se divisa desde el monasterio de Taktsang (2.950 m). La gente lo denomina El Nido del Tigre porque, según cuenta la leyenda, en el siglo VIII Guru Rimpoche llegó volando a lomos de una tigresa. El ascenso hasta allí, al borde del abismo, discurre primero a caballo y luego a pie, compartiendo camino junto a peregrinos llegados de todo Bután y también budistas occidentales. De los trece templos que conforman el monasterio, el más importante se sitúa en la gruta en la que meditó el maestro, que solo abre a los fieles una vez al año.






Sobre la localidad de Paro, la hermosa torre central del Rinpung Dzong atrae como un faro desde su construcción en 1646. Conectado por un puente voladizo, es el primer ejemplo de dzong o fortaleza que aparece en el viaje, un tipo de edificación presente en casi todas las poblaciones y que antiguamente actuaba de centro administrativo, religioso y político a la vez. En el pueblo, de reciente factura, pequeñas tiendas venden tallas de madera y textiles artesanales. Las calles se llenan de animación durante las fiestas de la cosecha y en el mes de marzo con el festival Paro Tshechu, un gran desfile de danzas y máscaras.
Una hora escasa en coche separa Paro de Thimphu, la capital del reino desde 1952. Antes era solo un dzong con unas cuantas casas alrededor; hoy es la sede de la familia real y del gobierno, una ciudad de 80.000 habitantes entre los que se cuentan monjes, comerciantes y ejecutivos formados en prestigiosos centros anglosajones. A la vista de sus boutiques, restaurantes, discotecas y locales de moda, es evidente que los jóvenes butaneses están al día y resulta palpable el ascenso de la burguesía, una clase social hasta hace poco inexistente.
La capital es sobre todo un buen lugar para entender el pasado y el presente del país. El paseo por su núcleo tiene como paradas imprescindibles el Museo de Textiles y el de Artes y Oficios y, por supuesto, la fortaleza. El primitivo dzong de Thimphu (Trashichodzong) se remonta al siglo XIII pero, tras varios incendios, se reconstruyó en su actual ubicación en la década de 1960. El imponente aspecto exterior contrasta con un interior que rebosa delicadeza a través de relieves simbólicos, esculturas de divinidades, decoraciones míticas y pinturas de mandalas cósmicos. Aquí se alojan el gabinete del Rey y su sala de audiencias, los ministerios y la antigua Asamblea Nacional, cuyo techo es una alegoría de Buda y los seis primeros santos que alcanzaron el nirvana.
Los pasos de montaña son las vías tradicionales de comunicación y, aún hoy, en ocasiones, constituyen la única forma de trasladarse de un sector a otro del país. Por estos caminos entraron los primeros monjes budistas para fundar algunos de los monasterios que todavía hoy existen en Bután. Sendas que siguen utilizando los butaneses, generalmente a pie, mientras se encomiendan a las sagradas montañas que los rodean. Casi una hora después de haber dejado Thimphu en dirección al valle de Punakha, una carretera de curvas cerradas trepa hasta un mirador desde el que se divisan las soberbias cumbres del Himalaya oriental, con el Gangkar Puensum (7.541 m), el pico más alto de Bután, frente a frente. Cuando despunta el sol sobre esas moles que rozan el cielo, se comprende por qué los butaneses las consideran sagradas. Una visión que solo se puede obtener en los días claros de octubre a febrero, antes de que la bruma vele el espectáculo con su manto blanco.





Un poco más arriba se alcanza el paso de montaña de Dochula (3.050 m). El lugar impresiona por la solemnidad que transmite su conjunto de 108 estupas y por la espiritualidad que emana de las banderas de oración que esparcen al viento su ruego de felicidad y larga vida para todos los seres vivos. Hay que descender 65 kilómetros en zigzag para llegar al valle de Punakha (1.300 m), cruzando bosques de rododendros y magnolias, campos de naranjos y arrozales que dibujan insinuantes geometrías.
Capital de invierno durante tres siglos (del XVII al XX), Punakha sigue siendo un pueblo de pequeñas dimensiones que ha crecido en torno a su dzong. Varado en una lengua de tierra, en la confluencia de los ríos Pho y Mo (padre y madre), el fuerte se erigió en 1637 frente a un templo que había sido fundado mucho antes, en 1328, por un santo indio. Tiene una veintena de templos que, siguiendo una tradición secular, acogen cada año a los monjes de Thimphu durante los seis meses de invierno.
Esta costumbre es un ejemplo de la influencia de la religión en este pequeño país himaláyico. De hecho, la evolución social y económica de Bután se ha acelerado en las últimas décadas. El clero ostentó el poder político, religioso y económico desde mediados del siglo XVII hasta los albores del siglo XX. Algunos rasgos feudales perduraron hasta la década de 1950, cuando el tercer rey de Bután, Jigme Dorji Wangchuck, emprendió una reforma que, entre otras medidas, abolió la condición de siervo y acabó con los privilegios de nobles y monjes.
El clima subtropical y la fertilidad de la tierra son señas de identidad del valle de Punakha. Esto puede comprobarse en verano, realizando la excursión al pueblo de Talo para asistir a las fiestas de la cosecha, o dedicando una jornada a las aldeas de Chorten Ningpo, envueltas en frutales y campos de arroz.
En fuerte contraste, 78 kilómetros al este, se descubre el valle glaciar de Phobjika (3.000 m). La enorme biodiversidad es el mayor de sus atractivos. Algo fácilmente comprobable con solo mirar al cielo y divisar las grullas de cuello negro que, huyendo del frío altiplano tibetano, recalan en las marismas del valle; o al observar los bambús enanos, alimento preferido de los yaks, que crecen en el otro extremo de Phobjika.





Por motivos religiosos y salvo excepciones, los butaneses no cazan ni pescan, de ahí que Bután se haya convertido en el reino de la biodiversidad: desde elefantes y rinocerontes en las junglas del sur hasta los escasos leopardos de las nieves que pueblan las zonas más altas. Phobjika cuenta con uno de esos valiosos refugios de fauna: el Parque Nacional Jigme Singye Wangchuk –antes, de la Montaña Negra–, una de las diez reservas que tiene el país. Sus 1.730 km2 son el hábitat de especies en extinción como el tigre de Bengala –aquí vive el 20% de los ejemplares que hay en Bután–, el panda rojo, el langur dorado –un mono asiático–, el oso negro del Himalaya, el takin –pariente del buey almizclero– y hasta 670 especies de aves. Sus extensos bosques de coníferas, sus lagos y prados alpinos en torno al pico más alto, el Jou Dorshingla (4.925 m), constituyen uno de los mayores descubrimientos del viaje por Bután.
El monasterio más relevante de este sector es el de Gantey Gompa. Emplazado sobre una colina, está dirigido por un monje considerado la reencarnación del fundador y casi 150 religiosos laicos que habitan en la aldea situada a los pies. Entre sus tesoros destacan las tallas y los relieves de madera que decoran el interior, un delicado trabajo de artesanía. Al pasear por el pueblo sorprende ver que los muros de muchas casas exhiben pinturas de penes, un símbolo budista que se difundió por el país hacia el siglo XVI hasta formar parte de su paisaje.
La siguiente etapa del viaje, la región de Bumthang, se sitúa a 188 kilómetros de Gantey. Con pendientes relativamente suaves, es el lugar ideal para hacer senderismo –las rutas por las zonas más altas duran varios días y discurren por encima de los 4.000 metros– y acercarse a la vida rural y a los santuarios de sus cuatro valles. Antiguamente era un enclave aislado y pobre, pero en la actualidad vive un periodo de prosperidad gracias a la introducción de nuevos cultivos y a una incipiente industria alimentaria. Tierra de pastoreo de corderos y yaks, Bumthang es hoy un destacado productor de patata, tubérculo que exporta a otros países asiáticos; también fabrica buenos quesos parecidos al gruyère, y elabora sidra, vino de manzana y aguardiente de melocotón. El recorrido por estos valles ofrece la oportunidad de probar la cocina butanesa, donde el chile y el arroz son omnipresentes, igual que la mantequilla y el queso fresco, básicos en los guisos elaborados a base de verduras y hortalizas.
También abundan los santuarios y recintos monásticos. Cerca de Jakar, la principal localidad, se halla el monasterio de Karchu Dratsang, un centro de estudios budistas muy reputado por su rimpoche (lama). Sus pujas u ofrendas demuestran la sensibilidad religiosa de los butaneses. Esta dimensión espiritual es, junto al paisaje, el gran tesoro de Bután.







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