Bhutan parece una quimera hecha realidad. Este reino enclavado en medio del Himalaya permanece como hace siglos, con sus creencias budistas, sus pueblos aislados entre montañas de más de
Con un patrimonio natural y cultural casi intacto, Bután
basa su atractivo turístico en el ritmo lento que rige los días tanto de
locales como de visitantes. Su emplazamiento, entre cañones y picos escarpados,
es la clave de la «ralentización vital» que se observa a lo largo de este
viaje, un recorrido que parte del valle de Paro, visita la capital, Thimphu, y se
adentra en los bonitos valles de Punakha, Phobjika y Bumthang, punteados de
aldeas y monasterios. El preludio a las experiencias que aguardan al viajero en
Bután es espectacular: el montañoso relieve que rodea el aeropuerto
internacional de Paro obliga al avión a entrar por un desfiladero y a casi
colocarse de lado antes de tomar tierra.
Con la silueta siempre nevada del Jomolhari (7.316 m ) como fondo, el
valle de Paro posee matices paisajísticos propios, además de una gastronomía
próxima a la china y la india. Arrozales que transmutan del verde al amarillo y
casas con alegres colores componen el panorama que se divisa desde el
monasterio de Taktsang (2.950
m ). La gente lo denomina El Nido del Tigre porque, según
cuenta la leyenda, en el siglo VIII Guru Rimpoche llegó volando a lomos de una
tigresa. El ascenso hasta allí, al borde del abismo, discurre primero a caballo
y luego a pie, compartiendo camino junto a peregrinos llegados de todo Bután y
también budistas occidentales. De los trece templos que conforman el
monasterio, el más importante se sitúa en la gruta en la que meditó el maestro,
que solo abre a los fieles una vez al año.
Sobre la localidad de Paro, la hermosa torre central del
Rinpung Dzong atrae como un faro desde su construcción en 1646. Conectado por
un puente voladizo, es el primer ejemplo de dzong o fortaleza que aparece en el
viaje, un tipo de edificación presente en casi todas las poblaciones y que
antiguamente actuaba de centro administrativo, religioso y político a la vez.
En el pueblo, de reciente factura, pequeñas tiendas venden tallas de madera y
textiles artesanales. Las calles se llenan de animación durante las fiestas de
la cosecha y en el mes de marzo con el festival Paro Tshechu, un gran desfile
de danzas y máscaras.
Una hora escasa en coche separa Paro de Thimphu, la
capital del reino desde 1952. Antes era solo un dzong con unas cuantas casas
alrededor; hoy es la sede de la familia real y del gobierno, una ciudad de
80.000 habitantes entre los que se cuentan monjes, comerciantes y ejecutivos
formados en prestigiosos centros anglosajones. A la vista de sus boutiques,
restaurantes, discotecas y locales de moda, es evidente que los jóvenes
butaneses están al día y resulta palpable el ascenso de la burguesía, una clase
social hasta hace poco inexistente.
La capital es sobre todo un buen lugar para entender el
pasado y el presente del país. El paseo por su núcleo tiene como paradas
imprescindibles el Museo de Textiles y el de Artes y Oficios y, por supuesto,
la fortaleza. El primitivo dzong de Thimphu (Trashichodzong) se remonta al
siglo XIII pero, tras varios incendios, se reconstruyó en su actual ubicación
en la década de 1960. El imponente aspecto exterior contrasta con un interior
que rebosa delicadeza a través de relieves simbólicos, esculturas de
divinidades, decoraciones míticas y pinturas de mandalas cósmicos. Aquí se
alojan el gabinete del Rey y su sala de audiencias, los ministerios y la
antigua Asamblea Nacional, cuyo techo es una alegoría de Buda y los seis
primeros santos que alcanzaron el nirvana.
Los pasos de montaña son las vías tradicionales de
comunicación y, aún hoy, en ocasiones, constituyen la única forma de
trasladarse de un sector a otro del país. Por estos caminos entraron los
primeros monjes budistas para fundar algunos de los monasterios que todavía hoy
existen en Bután. Sendas que siguen utilizando los butaneses, generalmente a
pie, mientras se encomiendan a las sagradas montañas que los rodean. Casi una
hora después de haber dejado Thimphu en dirección al valle de Punakha, una
carretera de curvas cerradas trepa hasta un mirador desde el que se divisan las
soberbias cumbres del Himalaya oriental, con el Gangkar Puensum (7.541 m ), el pico más alto
de Bután, frente a frente. Cuando despunta el sol sobre esas moles que rozan el
cielo, se comprende por qué los butaneses las consideran sagradas. Una visión
que solo se puede obtener en los días claros de octubre a febrero, antes de que
la bruma vele el espectáculo con su manto blanco.
Un poco más arriba se alcanza el paso de montaña de
Dochula (3.050 m ).
El lugar impresiona por la solemnidad que transmite su conjunto de 108 estupas
y por la espiritualidad que emana de las banderas de oración que esparcen al
viento su ruego de felicidad y larga vida para todos los seres vivos. Hay que
descender 65
kilómetros en zigzag para llegar al valle de Punakha (1.300 m ), cruzando bosques
de rododendros y magnolias, campos de naranjos y arrozales que dibujan
insinuantes geometrías.
Capital de invierno durante tres siglos (del XVII al XX),
Punakha sigue siendo un pueblo de pequeñas dimensiones que ha crecido en torno
a su dzong. Varado en una lengua de tierra, en la confluencia de los ríos Pho y
Mo (padre y madre), el fuerte se erigió en 1637 frente a un templo que había
sido fundado mucho antes, en 1328, por un santo indio. Tiene una veintena de
templos que, siguiendo una tradición secular, acogen cada año a los monjes de
Thimphu durante los seis meses de invierno.
Esta costumbre es un ejemplo de la influencia de la
religión en este pequeño país himaláyico. De hecho, la evolución social y
económica de Bután se ha acelerado en las últimas décadas. El clero ostentó el
poder político, religioso y económico desde mediados del siglo XVII hasta los
albores del siglo XX. Algunos rasgos feudales perduraron hasta la década de
1950, cuando el tercer rey de Bután, Jigme Dorji Wangchuck, emprendió una
reforma que, entre otras medidas, abolió la condición de siervo y acabó con los
privilegios de nobles y monjes.
El clima subtropical y la fertilidad de la tierra son
señas de identidad del valle de Punakha. Esto puede comprobarse en verano,
realizando la excursión al pueblo de Talo para asistir a las fiestas de la
cosecha, o dedicando una jornada a las aldeas de Chorten Ningpo, envueltas en
frutales y campos de arroz.
En fuerte contraste, 78 kilómetros al
este, se descubre el valle glaciar de Phobjika (3.000 m ). La enorme
biodiversidad es el mayor de sus atractivos. Algo fácilmente comprobable con
solo mirar al cielo y divisar las grullas de cuello negro que, huyendo del frío
altiplano tibetano, recalan en las marismas del valle; o al observar los bambús
enanos, alimento preferido de los yaks, que crecen en el otro extremo de
Phobjika.
Por motivos religiosos y salvo excepciones, los butaneses
no cazan ni pescan, de ahí que Bután se haya convertido en el reino de la
biodiversidad: desde elefantes y rinocerontes en las junglas del sur hasta los
escasos leopardos de las nieves que pueblan las zonas más altas. Phobjika
cuenta con uno de esos valiosos refugios de fauna: el Parque Nacional Jigme
Singye Wangchuk –antes, de la Montaña Negra–, una de las diez reservas que
tiene el país. Sus 1.730 km2 son el hábitat de especies en extinción como el tigre de
Bengala –aquí vive el 20% de los ejemplares que hay en Bután–, el panda rojo,
el langur dorado –un mono asiático–, el oso negro del Himalaya, el takin
–pariente del buey almizclero– y hasta 670 especies de aves. Sus extensos
bosques de coníferas, sus lagos y prados alpinos en torno al pico más alto, el
Jou Dorshingla (4.925 m ),
constituyen uno de los mayores descubrimientos del viaje por Bután.
El monasterio más relevante de este sector es el de Gantey
Gompa. Emplazado sobre una colina, está dirigido por un monje considerado la
reencarnación del fundador y casi 150 religiosos laicos que habitan en la aldea
situada a los pies. Entre sus tesoros destacan las tallas y los relieves de
madera que decoran el interior, un delicado trabajo de artesanía. Al pasear por
el pueblo sorprende ver que los muros de muchas casas exhiben pinturas de
penes, un símbolo budista que se difundió por el país hacia el siglo XVI hasta
formar parte de su paisaje.
La siguiente etapa del viaje, la región de Bumthang, se
sitúa a 188
kilómetros de Gantey. Con pendientes relativamente
suaves, es el lugar ideal para hacer senderismo –las rutas por las zonas más
altas duran varios días y discurren por encima de los 4.000 metros– y acercarse
a la vida rural y a los santuarios de sus cuatro valles. Antiguamente era un
enclave aislado y pobre, pero en la actualidad vive un periodo de prosperidad
gracias a la introducción de nuevos cultivos y a una incipiente industria
alimentaria. Tierra de pastoreo de corderos y yaks, Bumthang es hoy un
destacado productor de patata, tubérculo que exporta a otros países asiáticos;
también fabrica buenos quesos parecidos al gruyère, y elabora sidra, vino de
manzana y aguardiente de melocotón. El recorrido por estos valles ofrece la
oportunidad de probar la cocina butanesa, donde el chile y el arroz son
omnipresentes, igual que la mantequilla y el queso fresco, básicos en los
guisos elaborados a base de verduras y hortalizas.
También abundan los santuarios y recintos monásticos.
Cerca de Jakar, la principal localidad, se halla el monasterio de Karchu
Dratsang, un centro de estudios budistas muy reputado por su rimpoche (lama).
Sus pujas u ofrendas demuestran la sensibilidad religiosa de los butaneses.
Esta dimensión espiritual es, junto al paisaje, el gran tesoro de Bután.
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