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jueves, 10 de abril de 2014

DUBROVNIK. La ciudadela amurallada del mar Adriático.


Dubrovnik tiene la belleza de sus muros, pero también la de los símbolos. Ejemplo de la voluntad de resistencia, ha pasado en pocos años de la destrucción de la guerra de los Balcanes a ser uno de los destinos más deseados del Mediterráneo oriental.
Vista desde fuera, aparece como un conjunto compacto, rodeada de altos muros y de montañas de granito que se despeñan sobre el mar. El nombre de Dubrovnik deriva de dubrava, bosque
 de robles, los árboles que ahora ya solo colonizan el cercano monte Sdrj. Antiguamente, una ley obligaba a cada habitante a plantar cien robles a lo largo de su vida para así garantizar la madera de los astilleros de una ciudad volcada en el comercio marítimo. El puerto viejo o Stara Luka, encajado entre los fuertes de San Juan y Revelin, registraba una gran actividad en los siglos XIV y XV. Hoy parece pequeño, pero empezar aquí el paseo por la ciudad permite acercarse a un par de edificios de aquella época que ahora alojan restaurantes y cines: el Arsenal, los antiguos astilleros, y la Cuarentena, donde quienes llegaban por mar debían esperar el permiso de acceso.





Dubrovnik es una ciudad cerrada al tráfico donde, además, todo está a cinco minutos andando. Al poco de cruzar la puerta de Ploce, un cartel detalla los edificios afectados por las bombas de 1991, durante la guerra de los Balcanes, restaurados gracias a la ayuda de la Unesco. A continuación la calle desciende describiendo una curva hasta la plaza Luza o de la Logia, rodeada de edificios notables y con la columna de Orlando en medio. Esculpida en 1418, era el símbolo del poder de la República de Ragusa, tan vigorosa que llegó a competir con Venecia y con el Imperio Otomano, alcanzando el esplendor en los siglos XV y XVI. Un ejemplo de su carácter independiente es que la lengua romance resistió aquí cien años más que en el resto de la costa croata.
Gracias a su posición estratégica, la ciudad dálmata aprovechó lo mejor del mundo otomano, eslavo y latino, dando lugar a un florecimiento de las artes y las ciencias, financiadas con el comercio marino que pasaba por la aduana del Palacio Sponza, en la misma plaza Luza. Este edificio gótico y renacentista es uno de los pocos que escapó del gran terremoto que asoló la ciudad en 1667. Su nombre es una deformación de la palabra spongia, lugar donde se recogía el agua de lluvia.
Al lado del palacio se halla la Torre del Reloj, construida sobre un soportal, y más allá el Palacio de los Rectores, con una espectacular escalinata y el monumento a Miho Pracat o Prazzatto, rico navegante que donó toda su fortuna a la República de Ragusa. Por cierto, entre la Torre del Reloj y el Palacio Rectoral se encuentra el café Gradskavana, uno de aquellos lugares fuera del tiempo donde apetece dejar pasar la tarde.
No hay que abandonar la plaza de Luza sin dedicar unos minutos a la iglesia barroca de San Blas. En lo alto hay una estatua del santo patrón de Dubrovnik, que lleva en la mano una maqueta de la ciudad tal y como era antes del terremoto. La ciudad ha cambiado de aspecto, pero la fiesta de San Blas, el 3 de febrero, sigue siendo la más concurrida.  





La catedral de Dubrovnik, encaramada en lo alto de una majestuosa escalinata, se distingue de lejos porque es la única con una cúpula de color azul en lugar de colorado. Lo que vemos ahora es la reconstrucción barroca del edificio destruido por los temblores de 1667. Según la leyenda, Ricardo Corazón de León puso dinero de su bolsillo para edificar la catedral original en agradecimiento por haberse salvado del naufragio que sufrió en la isla de Lokrum, una peña situada frente al puerto antiguo.
El paseo por Dubrovnik no sería completo sin divisar la ciudad desde el paseo de las murallas y recorrer después la Placa o Stradun, la arteria que une la puerta de Ploce con la de Pile. Divide el casco antiguo en dos partes: las calles que quedan por encima son estrechas y empinadas, repletas de tiendas de artesanías y tabernas; por debajo, las calles componen un laberinto que alcanza las fortificaciones marinas, sorprendiendo de vez en cuando con una plaza, una capilla o un buen restaurante. Junto a la puerta de Pile se sitúa la gran fuente de Onofrio, iluminada de forma efectista por la noche y con un conjunto de máscaras de las que manan 16 chorros. Delante se erige la iglesia de San Salvador, el único santuario que salió indemne del terremoto del XVII, y detrás, el claustro del monasterio franciscano, que conserva una farmacia de 1317. Ya solo nos queda salir de la ciudad para contemplar los acantilados coronados por los fortines de Lovrjenac y Bokar, que defendían el otro puerto de Dubrovnik, el de Kalarinja. Aseguran que desde aquí es imposible resistirse al encanto de la Perla del Adriático.







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