Dubrovnik tiene la belleza de sus muros, pero también la de los símbolos. Ejemplo de la voluntad de resistencia, ha pasado en pocos años de la destrucción de la guerra de los Balcanes a ser uno de los destinos más deseados del Mediterráneo oriental.
Vista desde fuera, aparece como un conjunto compacto, rodeada de altos muros y de montañas de granito que se despeñan sobre el mar. El nombre de Dubrovnik deriva de dubrava, bosque de robles, los árboles que ahora ya solo colonizan el cercano monte Sdrj. Antiguamente, una ley obligaba a cada habitante a plantar cien robles a lo largo de su vida para así garantizar la madera de los astilleros de una ciudad volcada en el comercio marítimo. El puerto viejo o Stara Luka, encajado entre los fuertes de San Juan y Revelin, registraba una gran actividad en los siglos XIV y XV. Hoy parece pequeño, pero empezar aquí el paseo por la ciudad permite acercarse a un par de edificios de aquella época que ahora alojan restaurantes y cines: el Arsenal, los antiguos astilleros, y la Cuarentena, donde quienes llegaban por mar debían esperar el permiso de acceso.
Dubrovnik es una ciudad cerrada al tráfico
donde, además, todo está a cinco minutos andando. Al poco de cruzar la puerta
de Ploce, un cartel detalla los edificios afectados por las bombas de 1991,
durante la guerra de los Balcanes, restaurados gracias a la ayuda de la Unesco.
A continuación la calle desciende describiendo una curva hasta la plaza Luza o
de la Logia, rodeada de edificios notables y con la columna de Orlando en
medio. Esculpida en 1418, era el símbolo del poder de la República de Ragusa,
tan vigorosa que llegó a competir con Venecia y con el Imperio Otomano,
alcanzando el esplendor en los siglos XV y XVI. Un ejemplo de su carácter
independiente es que la lengua romance resistió aquí cien años más que en el
resto de la costa croata.
Gracias a su posición estratégica, la
ciudad dálmata aprovechó lo mejor del mundo otomano, eslavo y latino, dando
lugar a un florecimiento de las artes y las ciencias, financiadas con el
comercio marino que pasaba por la aduana del Palacio Sponza, en la misma plaza
Luza. Este edificio gótico y renacentista es uno de los pocos que escapó del
gran terremoto que asoló la ciudad en 1667. Su nombre es una deformación de la palabra spongia, lugar donde se recogía el agua de lluvia.
Al lado del palacio se halla la Torre del
Reloj, construida sobre un soportal, y más allá el Palacio de los Rectores, con
una espectacular escalinata y el monumento a Miho Pracat o Prazzatto, rico
navegante que donó toda su fortuna a la República de Ragusa. Por cierto, entre
la Torre del Reloj y el Palacio Rectoral se encuentra el café Gradskavana, uno
de aquellos lugares fuera del tiempo donde apetece dejar pasar la tarde.
No hay que abandonar la plaza de Luza sin
dedicar unos minutos a la iglesia barroca de San Blas. En lo alto hay una
estatua del santo patrón de Dubrovnik, que lleva en la mano una maqueta de la
ciudad tal y como era antes del terremoto. La ciudad ha cambiado de aspecto,
pero la fiesta de San Blas, el 3 de febrero, sigue siendo la más concurrida.
La catedral de Dubrovnik, encaramada en lo
alto de una majestuosa escalinata, se distingue de lejos porque es la única con
una cúpula de color azul en lugar de colorado. Lo que vemos ahora es la
reconstrucción barroca del edificio destruido por los temblores de 1667. Según
la leyenda, Ricardo Corazón de León puso dinero de su bolsillo para edificar la
catedral original en agradecimiento por haberse salvado del naufragio que
sufrió en la isla de Lokrum, una peña situada frente al puerto antiguo.
El paseo por Dubrovnik no
sería completo sin divisar la ciudad desde el paseo de las murallas y recorrer
después la Placa o Stradun, la arteria que une la puerta de Ploce con la de
Pile. Divide el casco antiguo en dos partes: las calles que quedan por encima
son estrechas y empinadas, repletas de tiendas de artesanías y tabernas; por
debajo, las calles componen un laberinto que alcanza las fortificaciones
marinas, sorprendiendo de vez en cuando con una plaza, una capilla o un buen
restaurante. Junto a la puerta de Pile se sitúa la gran fuente de Onofrio,
iluminada de forma efectista por la noche y con un conjunto de máscaras de las
que manan 16 chorros. Delante se erige la iglesia de San Salvador, el único
santuario que salió indemne del terremoto del XVII, y detrás, el claustro del
monasterio franciscano, que conserva una farmacia de 1317. Ya solo nos queda
salir de la ciudad para contemplar los acantilados coronados por los fortines
de Lovrjenac y Bokar, que defendían el otro puerto de Dubrovnik, el de
Kalarinja. Aseguran que desde aquí es imposible resistirse al encanto de la
Perla del Adriático.
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