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miércoles, 28 de mayo de 2014

LOS TINTOREROS DE FEZ. Una tradición milenaria.


La historia habla de Fez como la ciudad más antigua de Marruecos, tres veces capital, imperial, centro espiritual e intelectual del reino, culta, artesana, mística... Las leyendas, cuentan historias de magos y princesas, de duendes y héroes... Y, claro, uno tiende a quedarse con las leyendas, sobre todo porque Fez parece hacer realidad todos los escenarios que imaginó Sherezade en sus mil y una noches de insomnio. Aquí están los fabricantes de elixires para el mal de amores (y los que alaban la llamada “viagra del desierto”), aquí se muestran los maestros con saberes milenarios, los faquires, los adivinos, los aguadores, los vendedores de alfombras..., alguna de ellas dispuesta a volar.
Pero aunque Fez pueda ser el reino de la fantasía, es también una ciudad con historia, la de más historia en el norte de África. 





Pero aunque haya muchos y muy bellos monumentos en la medina, su auténtica alma se encuentra en los callejones, a veces de solo 60 centímetros de ancho, y los sucesivos barrios de los artesanos: el barrio de los afiladores, el de los zapateros, el de los alfareros, el de los tintoreros, entre otros muchos. Aquí hay que perderse en ese mundo de sensualidad que es Fez, una ciudad para vivir, para oler, para imaginar... Es un mundo casi medieval en el que sobreviven las viejas profesiones medievales: orfebres, caldereros, hojalateros, tejedores, tintoreros, talabarteros y curtidores organizados en gremios, como hace siglos.
No es fácil orientarse, en realidad lo fácil es perderse, pero es que Fez se encuentra al perderse. Aunque hay dos o tres arterias principales que cruzan la medina, casi enseguida uno hace un giro, o sale de una tienda en sentido contrario y se encuentra en un lugar desconocido. 
Pero sin duda el olor de la medina de Fez es el de las tenerías que curten y tiñen los cordobanes que llevan cinco siglos dando fama a Fez. El intenso hedor se distingue desde lejos y antes de entrar en alguna de las tiendas que rodean el patio, te obsequian con un pequeño ramillete de jazmines o unas hojas de hierbabuena que apenas mitigarán la mezcla de las pieles crudas, que primero se tratan con cal viva para eliminar los restos de carne y grasa que puedan llevar adheridos, y luego con los componentes esenciales que se usan para teñirlas de mil colores: heces de paloma y orina de vaca con ceniza. Aunque luego se añadan, siguiendo la tradición de solo utilizar productos de origen natural, cromo, tanino, alumbre, índigo, azafrán y amapola para darles color, el aroma no cambia mucho.





Pero el espectáculo supera todos los inconvenientes. Desde las terrazas de las tiendas de artículos de piel, se observa el duro trabajo que ha variado muy poco desde la época medieval, y las condiciones higiénicas y de seguridad que han variado igual de poco. Es una combinación multicolor que parece salida de un artista del cubismo. En la curtiduría Swara, la más grande de las cuatro que actualmente existen en la Medina, los curtidores, a veces niños o adolescentes, se sumergen hasta las rodillas en las tinajas de colores y pisotean las pieles de oveja, cabra, buey o camello hasta que se impregnan completamente, luego, con considerable esfuerzo porque han multiplicado su peso, las ponen a secar al sol, a un sol que en verano puede ser de 50 grados. 
El resultado final son unas pieles de gran suavidad, color uniforme y apreciada calidad. El cuero marroquí, en particular el cuero fasí elaborado en Fez, está considerado desde hace siglos el mejor cuero del mundo, y el curtido de las pieles era y sigue siendo una fuente de riqueza.











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