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lunes, 19 de mayo de 2014

TSINGYS DE BEMARAHA. Una catedral calcárea


La caprichosa geología moldeó en el centro del costado occidental de la cuarta isla más grande del planeta uno de los santuarios naturales más espectaculares del mundo, esculpiendo en torno a las gargantas del río Manambolo un impactante bosque pétreo de descomunales y puntiagudas agujas calcáreas, los tsingy, palabra local que significa pináculo. Estas torres kársticas son el producto de la erosión de millones de años sobre la placa calcárea levantada por la deriva de los continentes, cuando Madagascar se separó de Gondwana –de donde también surgieron Sudamérica, África, Australia, el Indostán y la Antártida–, el antiguo bloque desprendido a su vez del supercontinente Pangea.
Exóticas especies arbóreas hundieron sus raíces entre las rocas grises aportando la nota de contraste más llamativa con sus follajes de un verde brillante habitados por exóticos pájaros, extravagantes camaleones y ágiles lémures que saltan sobre las cortantes rocas como si pisaran arena blanda. Entrecortado por pequeñas sabanas, el bosque seco caducifolio dio cobijo a un buen número de especies endémicas, decenas de reptiles y anfibios, un centenar de aves, cinco familias diferentes de murciélagos y una docena de lémures. Más de seiscientos tipos de plantas se adaptaron con fuerza a la climatología tropical. Seca sobre las superficies calcáreas y húmeda en el interior de los cañones, la vegetación combatió con astucia la aridez, reteniendo el agua en las espinas, engordando sus troncos, ralentizando el sistema vegetativo antes de las lluvias o incluso encogiéndose hasta convertirse en arbustos enanos.






Semejante lugar no podía pasar desapercibido ante el globalizado anhelo por proteger los espacios naturales más singulares del planeta. La meseta de Bemaraha, delimitada al norte por los abruptos farallones del río Manombolo y por suaves pendientes al oeste, fue declarada Patrimonio Mundial por la Unesco en 1990, y siete años más tarde se creaba el Parque Nacional Tsingy de Bemaraha con un área restringida de protección integral: en total, más de ciento cincuenta mil hectáreas. El parque visitable ocupa la mitad sur, donde abundan los impresionantes tsingy. Las motivaciones para recorrerlo van desde el estudio científico hasta la contemplación espiritual, pasando por el avistamiento de aves, el trekking y las excursiones educativas, ecológicas o simplemente turísticas. La aventura comienza circulando en 4×4 por pistas de tierra rojiza a través de bosques, barros y vados que no siempre se superan a la primera, y montando los coches en barcazas que cruzan los grandes ríos de aguas marrones. La entrada al parque depende del estado de estas rutas, cuya accesibilidad está condicionada a su vez por la temporada. La impracticable época lluviosa va de noviembre a abril. De un modo más aventurero, también se puede acceder en piragua descendiendo el Manambolo desde Ankavandra, adonde se llega en avión.
Aunque vistas desde el aire estas formaciones pudieran resultarnos del todo impenetrables, existen unas vías ferratas, bastante respetuosas con la naturaleza, que las atraviesan a través de angostas cuevas, insospechados pasillos naturales y profundas gargantas. Todo ello gracias a la implantación de peldaños tallados en la roca, escalerillas de mano, cables y cuerdas a los que sujetarse con los mosquetones incorporados al arnés suministrado, e incluso el pequeño puente colgante que, oscilando inquietantemente sobre un vacío de setenta metros, une un par de picachos para alcanzar la plataforma-mirador que corona el trayecto. Aquellos que optan por filmar la aventura paso a paso, aseguran que la dificultad máxima de este momento consiste en compaginar unas buenas tomas con el sentido del equilibrio. Nadie se adentra en el interior de los tsingy sin la compañía de un guía especializado capaz de reconocer cada rincón del enigmático laberinto. Existen siete circuitos a elegir, desde el fácil –de dos kilómetros en una hora– hasta los de entre tres horas y dos días, que se enriquecen con visitas a antiguos abrigos y tumbas, navegación en piragua por el Manambolobe, descenso en rappel a un pozo calcáreo e incluso exploraciones espeleológicas por galerías subterráneas.




Las medidas conservacionistas no son las únicas que garantizan la protección de este parque absolutamente único en el mundo. De remotos orígenes árabes e indonesios, los sakalava, “los del valle largo”, viven en estas tierras de la agricultura y el ganado de cebús. Practican el culto a los ancestros y las religiones musulmana y luterana. Ellos también cuidan de estos parajes salvaguardándolos bajo la ley de los fady, prohibiciones y tabúes que garantizan la perpetuación de su sociedad. Y quien desee adentrarse en sus sacralizados tsingys debe tener muy presente que apuntarles con el dedo supone uno de esos imperdonables tabúes. Es decir, que deberán ser capaces de extasiarse ante la increíble belleza de estos picachos, con los brazos en calma, sin señalarlos.



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