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viernes, 7 de febrero de 2014

MONT SAINT MICHEL. Monasterio, Ciudadela y Prisión


Desde la Edad Media se le llama “La Maravilla” y era uno de los sitios de peregrinación más importantes de Europa. Enclavado en una isleta en la que se levanta empinándose hacia el cielo, queda aislado del continente cuando las fuerte mareas cubren completamente la bahía. Es el Mont Saint-Michel, considerado por muchos como la octava maravilla del mundo.
El monte es el tercer monumento más visitado de Francia, después de la Torre Eiffel y el Palacio de Versailles. Desde 1979, la UNESCO lo declaró Patrimonio Mundial de la Humanidad, no solo por el valor histórico de la arquitectura de su abadía sino por el espacio natural que rodea a la granítica isleta. Las mareas son las más fuertes de Europa, con unos 15 metros de extensión. Los visitantes que se aventuran en las arenas que rodean al monumento en el momento de la bajamar deben tener en cuenta que existen bancos ciegos en los que una caída puede ser fatal. También hay que informarse del horario de la próxima subida pues el caudal y el ímpetu con que el agua suele inundarlo todo puede resultar fatal para los imprudentes o para quienes sean sorprendidos caminando por zonas inundables.
Ya en el año 709 existía en el sitio donde hoy se elevan los diferentes edificios monásticos, un santuario dedicado al arcángel San Miguel. Luego, durante el reino de Childeberto I, una abadía benedictina se funda en su lugar. Caerá sobre la égida de los normandos entre los siglos XI y XII hasta que en el año 1207 la incendia Guy de Thoars durante la toma de Normandía por los franceses. De hecho, aunque el Mont Saint-Michel pertenece administrativamente a la región de Normandía, los bretones han reivindicado desde siempre su posesión.




De la época románica de la abadía datan la iglesia Nuestra Señora de la Tierra, con una doble nave y un coro del año 1023. Muchos edificios fueron restaurados después del incendio mencionado y entre los espacios que surgieron en ese momento se encuentra el impresionante claustro (concluido en el 1228) que exhibe una sucesión de espléndidas columnillas de mármol.
La maestría de los arquitectos y maestres constructores de la Edad Media permitió apoyar sobre las pendientes del peñón los tres pisos de La Maravilla. De proeza puede ser considerada su construcción, incluso las piedras hubo que traerlas desde Bretaña y las islas de Chaussey, en frente de la península normanda de Contentin. Integran la llamada Maravilla los edificios góticos del conjunto: la Capellanía, la Sala de huéspedes (dos naves con siete travesaños ojivales) y el Refectorio (de techo artesonado abombado en forma de quilla).
Durante el siglo XIV, la llamada Guerra de los Cien Años incidió en el aspecto de fortaleza inexpugnable que tiene el conjunto arquitectónico. Las murallas y fortificaciones construidas impidieron que el sitio cayera en manos de los ingleses. Las obras culminan en 1518, fecha de la visita del monarca Francisco I.
Las partes que corresponden al estilo gótico flamígero datan del siglo XV, en parte debido al hundimiento del coro en 1421 y a la necesidad de reconstruir esa área.
Las peregrinaciones de todo el norte de Europa hacia el monte permitieron el enriquecimiento de la comunidad que lo administraba. Esta tradición se mantuvo hasta la Revolución Francesa, cuando el monasterio fue convertido en una prisión en la que se encarcelaron a unos 300 sacerdotes que renegaban del nuevo orden laico. El último abate fue Louis-Joseph de Montmorency-Laval.




Durante el siglo XIX el monumento se conservó gracias a la existencia de la prisión. Víctor Hugo reclamaba ya durante el Segundo Imperio que se le declarase Monumento Histórico Nacional, se le restaurase y protegiese. En realidad lo logra, pues desde fines de ese siglo comienzan las obras con vistas a devolverle su magnificencia. Finalmente hubo que esperar hasta 1966 para que los monjes benedictinos regresaran al monte. Desde el 2001, una congregación de religiosos de la cofradía monástica de Jerusalén vive permanentemente allí con el objetivo de garantizar las misas diarias y otros servicios religiosos.

Al pie del conjunto monástico se halla el burgo en donde vivieron siempre los habitantes de este sitio tan especial. Una calle empedrada asciende desde las puertas de Baltove y del Baluarte (a la entrada a la isleta) hasta la iglesia de San Pedro. Hoy solo viven unas 40 personas de forma permanente. Muchas de las casas poseen enseñas que las distinguen: Casa de la Sirena, de la Alcachofa, etc. En las plantas bajas de todas hay comercios, ya sea de venta de comestibles o de simples recuerdos (alfarería, lozas, adornos, etc.) 




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