Desde la Edad Media se le llama “La Maravilla” y era uno
de los sitios de peregrinación más importantes de Europa. Enclavado en una
isleta en la que se levanta empinándose hacia el cielo, queda aislado del
continente cuando las fuerte mareas cubren completamente la bahía. Es el Mont
Saint-Michel, considerado por muchos como la octava maravilla del mundo.
El monte es el tercer monumento más visitado de Francia,
después de la Torre Eiffel y el Palacio de Versailles. Desde 1979, la UNESCO lo
declaró Patrimonio Mundial de la Humanidad, no solo por el valor histórico de
la arquitectura de su abadía sino por el espacio natural que rodea a la
granítica isleta. Las mareas son las más fuertes de Europa, con unos 15 metros de extensión.
Los visitantes que se aventuran en las arenas que rodean al monumento en el
momento de la bajamar deben tener en cuenta que existen bancos ciegos en los
que una caída puede ser fatal. También hay que informarse del horario de la
próxima subida pues el caudal y el ímpetu con que el agua suele inundarlo todo
puede resultar fatal para los imprudentes o para quienes sean sorprendidos
caminando por zonas inundables.
Ya en el año 709 existía en el sitio donde hoy se elevan
los diferentes edificios monásticos, un santuario dedicado al arcángel San
Miguel. Luego, durante el reino de Childeberto I, una abadía benedictina se
funda en su lugar. Caerá sobre la égida de los normandos entre los siglos XI y
XII hasta que en el año 1207 la incendia Guy de Thoars durante la toma de
Normandía por los franceses. De hecho, aunque el Mont Saint-Michel pertenece
administrativamente a la región de Normandía, los bretones han reivindicado
desde siempre su posesión.
De la época románica de la abadía datan la iglesia Nuestra
Señora de la Tierra, con una doble nave y un coro del año 1023. Muchos
edificios fueron restaurados después del incendio mencionado y entre los
espacios que surgieron en ese momento se encuentra el impresionante claustro
(concluido en el 1228) que exhibe una sucesión de espléndidas columnillas de
mármol.
La maestría de los arquitectos y maestres constructores de
la Edad Media permitió apoyar sobre las pendientes del peñón los tres pisos de
La Maravilla. De proeza puede ser considerada su construcción, incluso las
piedras hubo que traerlas desde Bretaña y las islas de Chaussey, en frente de
la península normanda de Contentin. Integran la llamada Maravilla los edificios
góticos del conjunto: la Capellanía, la Sala de huéspedes (dos naves con siete
travesaños ojivales) y el Refectorio (de techo artesonado abombado en forma de
quilla).
Durante el siglo XIV, la llamada Guerra de los Cien Años
incidió en el aspecto de fortaleza inexpugnable que tiene el conjunto arquitectónico.
Las murallas y fortificaciones construidas impidieron que el sitio cayera en
manos de los ingleses. Las obras culminan en 1518, fecha de la visita del
monarca Francisco I.
Las partes que corresponden al estilo gótico flamígero
datan del siglo XV, en parte debido al hundimiento del coro en 1421 y a la
necesidad de reconstruir esa área.
Las peregrinaciones de todo el norte de Europa hacia el
monte permitieron el enriquecimiento de la comunidad que lo administraba. Esta
tradición se mantuvo hasta la Revolución Francesa, cuando el monasterio fue
convertido en una prisión en la que se encarcelaron a unos 300 sacerdotes que
renegaban del nuevo orden laico. El último abate fue Louis-Joseph de
Montmorency-Laval.
Durante el siglo XIX el monumento se conservó gracias a la
existencia de la prisión. Víctor Hugo reclamaba ya durante el Segundo Imperio
que se le declarase Monumento Histórico Nacional, se le restaurase y
protegiese. En realidad lo logra, pues desde fines de ese siglo comienzan las
obras con vistas a devolverle su magnificencia. Finalmente hubo que esperar
hasta 1966 para que los monjes benedictinos regresaran al monte. Desde el 2001,
una congregación de religiosos de la cofradía monástica de Jerusalén vive
permanentemente allí con el objetivo de garantizar las misas diarias y otros
servicios religiosos.
Al pie del conjunto monástico se halla el burgo en donde
vivieron siempre los habitantes de este sitio tan especial. Una calle empedrada
asciende desde las puertas de Baltove y del Baluarte (a la entrada a la isleta)
hasta la iglesia de San Pedro. Hoy solo viven unas 40 personas de forma
permanente. Muchas de las casas poseen enseñas que las distinguen: Casa de la
Sirena, de la Alcachofa, etc. En las plantas bajas de todas hay comercios, ya
sea de venta de comestibles o de simples recuerdos (alfarería, lozas, adornos,
etc.)
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