Para los incas, el cóndor –“el señor de los Andes”, símbolo de sabiduría y mensajero de lo divino– era inmortal. Uno de los mitos alrededor de este gigante de los cielos asegura que, al sentirse envejecer, los cóndores repliegan sus alas y se dejan estampar contra los riscos, simbolizando el renacer del ciclo de la vida. Se estima que en todo el planeta apenas quedan unos 6.200 ejemplares. El Cañón del Colca, muchísimo más profundo que el del Colorado, es uno de esos lugares privilegiados en los que se deja avistar.
De Arequipa al Valle del Colca
Para
llegar hasta allí habrá que dejar atrás, y no será fácil, la Ciudad Blanca del
sur peruano, Arequipa, tan engalanada con sus caserones, sus monasterios y sus
plazas coloniales, con ese clima eternamente primaveral y esa vida
universitaria que preside sus días y sobre todo sus noches. Realmente hará
falta hacer acopio de voluntad para salir de ella y, además, enfrentarse a la
endiablada carretera que conduce al Valle del Colca. Quienes se atrevan no
tendrán sin embargo que aguardar demasiado para obtener recompensa, porque ya
solo el camino, aun con sus curvas y sus baches, va regalando unas vistas de
las que no se olvidan. Serán no menos de tres horas para cubrir los 160
kilómetros que los separan, a lo largo de los cuales irán aflorando volcanes
nevados de más de 6.000 metros, parajes lunares por los que campan libres
alpacas y vicuñas de las que se extrae la lana más suave y más cara del mundo,
y esa espectacular atalaya que es el Mirador de los Andes, con una panorámica
que corta el aliento sobre la cordillera del Chila y las moles cónicas del
Mismi, el Hualca-Hualca, el Sabancaya, el Ampato, el Chachani, el Misti y el
Ubinas. Y tras este extraordinario peregrinar se desemboca por fin en el remoto
Valle del Colca, que le adeuda el nombre a las etnias principales que siguen
morando en sus aldeas: los collaguas y los cabanas, asentados mucho antes que
los incas por estas esquinadas sierras andinas.
Poblados, paisajes y cóndores
Las
lomas del valle entero pueden verse aún hoy surcadas de caminitos en zigzag por
los que hasta no hace tanto enfilaban las caravanas de llamas con las que los
indígenas trasladaban sus mercaderías entre el Altiplano y el Pacífico. Sobre
sus pardas hechuras despuntan también, tímidamente, los graneros centenarios de
piedra en los que se guardaban las cosechas, así como los campanarios de las
iglesitas que dominicos y franciscanos fueron erigiendo tras la llegada de los
españoles por poblados esenciales como Chivay, Yanque, Maca, Pinchillo,
Cabanaconde, Lari o Coporaque, tras los que despuntan los picachos nevados del
volcán Hualca-Hualca o el Ampato. En el interior de ellos, las horas
discurrirán vagando por sus humildes callejas de adobe y sus mercados rurales
en los que las mujeres collaguas y cabanas, perfectamente identificables por la
peculiaridad de sus coloridos trajes y sus sombreros, despachan artesanías y
tejidos elaborados por ellas mismas. Puede que hasta muchos se animen a
emprender alguna caminata entre sus pueblos, a cabalgar por los montes o a
bañarse en La Calera, donde rodeados de montañas fluyen manantiales termales a
temperaturas que alcanzan los 80 grados. Pero el verdadero objetivo de llegarse
hasta tan lejos será, sin duda, ver planear a los cóndores sobre el sensacional
cañón en el que, en este esquinado valle, la tierra se parte en dos dando
origen a uno de los desfiladeros más profundos del planeta.
Los dueños y señores del Colca
Aunque
estas rapaces inmensas pueden llegar a avistarse por todo el valle, habrá
inevitablemente que enfilar hacia la conocida como Cruz del Cóndor para vivir
la experiencia en su mejor escenario. En el camino irán quedando atrás los
poderosos paisajes de la orilla del cañón y las vistas al río que se abre paso
por la hendidura, terrazas de cultivo o andenes con más de mil años a sus
espaldas y hasta tumbas colgantes también de civilizaciones precolombinas. Pero
una vez en este mirador natural los cóndores se erigen en protagonistas
absolutos. Dueños y señores del Cañón del Colca, estas aves que llegan a pesar
hasta una quincena de kilos y a superar los tres metros de envergadura con las
alas desplegadas se sirven de las corrientes térmicas que sobrevuelan esta
tremenda quebrada para elevarse en perfecto planeo sobre las rojizas paredes,
de más de 3.000 metros a la vertical, en las que tienen sus nidos.
Es sobre todo en el mirador de la Cruz del Cóndor donde, bien desde primera hora de la mañana o ya en los albores del atardecer, se concentran los visitantes para esperar a que alguno de los cóndores entre en acción y poder entonces pasmarse y emocionarse ante la majestuosidad de su vuelo en semejante entorno. El milagro, sin embargo, puede obrarse en cualquier momento y, aunque raro, este misterioso y esquivo volador andino de cuando en cuando tiene a bien aparecer por sorpresa, patrullando probablemente en busca de comida, en el lugar menos pensado. Es solo cuestión de suerte, y de saberlo esperar con paciencia.
Es sobre todo en el mirador de la Cruz del Cóndor donde, bien desde primera hora de la mañana o ya en los albores del atardecer, se concentran los visitantes para esperar a que alguno de los cóndores entre en acción y poder entonces pasmarse y emocionarse ante la majestuosidad de su vuelo en semejante entorno. El milagro, sin embargo, puede obrarse en cualquier momento y, aunque raro, este misterioso y esquivo volador andino de cuando en cuando tiene a bien aparecer por sorpresa, patrullando probablemente en busca de comida, en el lugar menos pensado. Es solo cuestión de suerte, y de saberlo esperar con paciencia.
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