Nadie se levanta un día y, sin haberlo pensado antes, se va a la Antártida. Hacerlo es, siempre, cumplir con un sueño, con una ilusión que se puede haber forjado muchos años antes, cuando la mente viajaba sin trabas al más lejano de los continentes lejanos. Ese que, para verlo, requería levantar el globo terráqueo de la escuela porque no aparecía solamente con girarlo. Pero la Antártida que vemos en los mapas no reproduce la forma del continente sino la del campo de hielo permanente que existe sobre él. Si se deshiciera, aparecería un continente con límites completamente diferentes. Por ejemplo, la Península Antártica sería una isla. La Antártida es una realidad diferente a lo que las apariencias nos dejan ver.
Por
todo ello, la primera visión de un pedazo de esta Península Antártica tiene
mucho de ilusión cumplida, y no es sólo una cuestión del largo viaje que hay
que realizar para satisfacerla. Primero hay que viajar a Ushuaia, la ciudad más
meridional del planeta, donde se supone que todo acaba, y allí saltar a un
barco que recorrerá el canal de Beagle y luego pasará junto al mítico cabo de Hornos
antes de enfrentarse a las corrientes traicioneras del Pasaje de Drake. Esta
extensión de agua, donde se mezclan de forma normalmente poco tranquila el
Pacífico y el Atlántico, tiene entre los marinos la reputación de ser la más
turbulenta y peligrosa del mundo. El Pasaje de Drake es solo la última prueba
iniciática antes de llegar al destino deseado: la Antártida.
Bañarse en el Antártico
La
Antártida es una realidad difusa que parece encajar bien con la de los sueños.
La Antártida es el fin del mundo, y realmente lo más parecido que hay a otra
realidad, a otro mundo sobre la superficie de la Tierra. Los datos lo
confirman: es el continente más frío, el más seco, el más alto, el más ventoso,
el lugar en el que se ha registrado la temperatura más baja del planeta.
También el único en el que no se han desarrollado culturas nativas, en el que
nunca ha habido guerras y donde, hasta hace pocos años, no había nacido nadie.
Es el continente más extraño, el más insólito, el más solitario.
Atravesar
el Pasaje de Drake puede llevar 36 horas en los modernos y potentes barcos
actuales. Y después, pasado ese trance, en algún momento se oye la voz del jefe
de expedición avisando de que próximamente se llegará a isla Decepción, donde
se hará el primer desembarco. Curiosamente, en la isla Decepción no hay
glaciares ni montañas de hielo, ya que es la parte superior del cráter de un
volcán que mantiene su actividad y, por tanto, su temperatura es muy superior a
la de otras islas cercanas. Su forma peculiar, la de una rosquilla a la que
alguien parece haberle dado un mordisco, la convirtió en un puerto perfecto que
fue aprovechado por los balleneros que se adentraban en su interior tranquilo
donde, además, disponían de agua caliente. Por eso, en isla Decepción es
posible cumplir con el inverosímil sueño de bañarse en las gélidas aguas del
océano Antártico.
Las bondades de la Península Antártica
Los
días siguientes de la expedición permiten acercarse a diferentes lugares de la
Península Antártica. Es aquí donde es más fácil, por una pura cuestión de
proximidad al resto del mundo, visitar el continente helado. También es el más
propicio y el más interesante. En esta península el paisaje es más variado y
más agreste que en el resto de la Antártida, donde predominan las planicies de
hielo de la meseta polar, la línea de costa es un frente continuo de hielo de
50 metros de altura y hay pocos espacios o playas libres para desembarcar. En
la Península, en cambio, la costa es irregular, las montañas surgen
directamente desde el mar y abundan las playas y los puertos naturales libres
de hielo. Por eso mismo aquí están muchas de las estaciones científicas que
diferentes países han instalado en la Antártida. La única presencia humana en
este mundo helado.
El
viaje sigue siendo una aventura, y el programa es solo una declaración de
intenciones. Las visitas previstas pueden suprimirse a última hora por el
estado del mar, por los vientos o por la presencia de icebergs que hacen
imposible el desembarco. El viajero está inmerso en una naturaleza extrema,
donde es necesario adaptarse a las condiciones climatológicas y estar dispuesto
a modificar los planes de viaje en cualquier momento. Por ello, tan importante
como los descensos a tierra es contemplar lo que se despliega delante del
barco: el paisaje deslumbrante del estrecho de Gerlache –por el que se navega
entre bloques de hielo–, la visión de un grupo de pingüinos agolpados sobre lo
alto de un iceberg o el vuelo majestuoso de un albatros errante, el ave de
mayor envergadura de todo el mundo. Son imágenes que se fijan de manera
indeleble en la memoria.
Reductos humanos en el continente helado
También hay momentos en
los que la experiencia de la naturaleza pura se mezcla con la historia de la
escasa presencia humana. Como en Wiencke Island, donde se desembarca en la
antigua base británica de Port Lockroy, convertida ahora en un museo que
permite revivir las condiciones de vida de los investigadores que se instalaban
hace décadas en estas soledades. O en bases que siguen en uso, como la ucraniana
Akademik Vernadsky, en la isla Galíndez. A su alrededor permanecen los campos
de hielo, el viento, las focas, las ballenas y las aves marinas. También, como
en pocos lugares del mundo, la soledad y el silencio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario