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jueves, 6 de agosto de 2015

CHEFCAHOUEN. La ciudad de los azules


Azul índigo, azul cobalto, azul celeste, azul violáceo... en Chefchaouen, una pequeña ciudad del Norte de Marruecos, todas las tonalidades de azul se entremezclan en una combinación tan relajante como fotogénica. Chefchaouen, es el sitio perfecto para una breve escapada, respirar aire puro mientras se realiza algún paseo por la montaña, apoltronarse en la plaza Uta el-Hammam donde todos los caminos confluyen, pero sobre todo recorrer su preciosa medina intentando retener el reflejo de cada tonalidad del color que le ha hecho famosa.

Cada año, justo antes del Ramadán los habitantes de la pequeña ciudad de Chefchaouen se afanan en esmero en limpiar casas y encalar fachadas. Es la llamada Laouacher, una verdadera fiesta en la que unas 15 toneladas de pintura blanca y azul se utilizan para pintar las casas de la medina resultando en una mágica paleta de lapislázulis y turquesas. Sobre el porqué del azul nadie parece ponerse de acuerdo, para unos se trata una mera cuestión práctica pues este color ahuyenta a las moscas, para otros fueron los judíos quiénes a partir de 1930 empezaron a pintar puertas y fachadas para reemplazar el color verde del Islam. Sea como fuere Chefchaouen es hoy por excelencia la “ciudad azul”, un oasis de calma y tranquilidad en las estribaciones de las montañas del Rif.





Nos adentramos por el entramado de callejuelas de la medina y advertimos un orden perfecto inimaginable en las medinas de otras ciudades marroquíes donde reinan el caos y una agitación permanente. Aquí cada rincón, cada fachada, es una fantástica instantánea que el objetivo de nuestra cámara recoge sin parar: un tejedor en plena faena, la aldaba de una puerta, unos niños jugando con su yoyó sobre un fondo azul celeste… Las influencias andaluces son más que evidentes y es que durante los siglos XV al XVII muchos de los moriscos y judíos que fueron expulsados de España se instalaron aquí.
Más tarde, Chefchaouen entraría a formar parte del protectorado español sobre el norte de Marruecos. No es de extrañar, pues, que el español se hable con una facilidad asombrosa y que sus habitantes prefieran el castellano al francés más frecuente en otras partes de Marruecos. “Yo veo siempre la tele de España”-me dice una señora con un acento impecable.
En Chefchaouen las gentes son amables, pero se echa en falta la sonrisa franca y las calurosas muestras de hospitalidad tan frecuentes en otras partes de Marruecos. Alguien me explica que hasta la entrada de las tropas españolas en 1920, Chefchaouen era una ciudad casi impenetrable cuyo acceso estaba vetado a cristianos y extranjeros bajo pena, incluso, de muerte. Eso explicaría el porqué de la desconfianza del extranjero con los no foráneos y la timidez de las mujeres que se resisten a mirar a los ojos bajando la mirada ante mis preguntas.






Cuando la compleja gama de azules comienza a saturar nuestras pupilas es el momento de sentarse en la plaza Uta el-Hammam, el verdadero corazón de la villa, para tomarse un té a la menta. Desde cualquiera de los cafés que la bordean podremos contemplar el minarete octogonal de la Gran Mezquita (acceso sólo es permitido a los musulmanes) y las murallas de la Alcazaba. Pero antes, aprovechemos para apreciar el maravilloso entorno con el valle circundante, el aire fresco de montaña y el perezoso ir y venir de los transeúntes, muchos de ellos españoles con mochila a la espalda. En la plaza algunos locales sondean la posible clientela para la venta de hachís.
Chefchaouen además de un remanso de paz es también el principal centro de producción de hachís de todo Marruecos. Como fruto de la alta demanda europea se calcula que entre 1993 y 2003 los terrenos de cultivo de esta hierba se triplicaron con el consiguiente perjuicio para las zonas de bosque. “-Kif, Kif”- ofrece discretamente un hombre al grupo de jóvenes sentados en la mesa de un café.
La impresionante alcazaba fue construida en 1471 por el fundador de la ciudad Moulay Ali ibn Rachid. Un precioso jardín de palmeras nos da acceso a las torres desde donde obtendremos una magnifica vista de la ciudad. Un modesto museo etnográfico y una pequeña galería de arte sin demasiado interés completan la visita.
A continuación, ascendemos al punto más elevado de la ciudad justo al lado de una de las siete puertas de Chefchaouen, para encontrar Ras-el-Mâa, un manantial que abastece de agua potable la ciudad y donde cada mañana las mujeres del pueblo vienen a lavar la ropa en una alegre algarabía. Imperdible el parloteo de estas mujeres mientras restriegan con tenacidad las prendas en el agua, mientras se contempla el collage de azules de la medina.








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