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jueves, 30 de enero de 2014

TRINIDAD. Una ciudad detenida en el tiempo


En el año 1514, los conquistadores españoles fundaron en un ameno valle del sur de Cuba, apenas a una legua del mar, un modesto enclave al que llamaron villa de la Santísima Trinidad. Estas fundaciones del Nuevo Mundo tenían por punto de partida el desbroce de un terreno que serviría de plaza pública y la celebración de una misa, en un improvisado altar, casi siempre a la sombra de un árbol.
Es curioso que el sitio escogido para la fundación de Trinidad no estuviera próximo al mar o en la inmediata vecindad de un río, como si los conquistadores hubieran subordinado esas necesidades al clima y al panorama que se disfruta desde esa especie de anfiteatro natural que es como un palco gigantesco frente al Caribe.
El nuevo asiento estuvo marcado, desde temprano, por la precariedad y la deserción: como tantos otros pueblos de la región, fue un apeadero en el camino de la conquista de Tierra Firme; pero tal vez se despobló, al principio, más que otros. Justo a los cinco años de ser fundada, cuando apenas era un caserío que empezaba a crecer por cuenta de la ganadería, llegó Hernán Cortés y se llevó a casi todos los hombres, entre ellos a algunos vecinos que, de pacíficos hacendados, terminaron por convertirse en audaces guerreros –como Pedro de Alvarado, que se destacaría en la conquista de Mesoamérica.




Por los próximos doscientos años, Trinidad tiene un desarrollo muy lento, que tal vez podría calificarse de raquítico. En ese tiempo se enfrentó alguna vez a corsarios y piratas (o fue víctima de sus saqueos) y comerció asiduamente con contrabandistas. Su época de prosperidad empieza en el siglo XVIII, y particularmente a fines de ese siglo, cuando la revolución haitiana da lugar al gran auge del azúcar y el café de Cuba. Es entonces que el llamado Valle de los Ingenios se convierte en un emporio que enriquece a los trinitarios. Es la época en que se construyen las grandes casonas y rueda el oro, con el estigma indiscutible de que esa prosperidad, que marca el carácter definitivo de la ciudad, se sustenta sobre el trabajo esclavo de decenas de miles de negros.
La ciudad adquirió su perfil definitivo en esa opulenta primera mitad del siglo XIX, que es también el tiempo en que se afincan los ilustres apellidos de la oligarquía local: Iznaga, Borrell, Brunet, Béquer, Cantero… cuyas viviendas, o sus ruinas, hoy muestran a los turistas. En esa época Trinidad llegó a ser la capital de la región central de Cuba y sus clases altas derrochaban en lujos suntuarios, con casas mercantiles que importaban directamente artículos de Europa. El conde de Brunet edificó un teatro digno de cualquier principado alemán; Justo Germán Cantero hizo enlosar de mármol el cauce del río que pasaba por su quinta de recreo para disfrutar de una enorme piscina natural; Juan Guillermo Béquer levantó un palacete estilo georgiano con fuentes de las que manaba vino y champaña en sus fabulosos saraos. De estas maravillas no quedan hoy más que algunos muros ruinosos.



El empobrecimiento de los suelos, la falta de previsión empresarial, la competencia de otros puertos de embarque se citan entre las causas del declive económico que le sobrevendría a la ciudad a partir de los años sesenta del siglo XIX. Cuando adviene la república, Trinidad es una ciudad venida a menos que, prácticamente aislada del resto del país, se dedica a rumiar su decadencia, a reafirmar sus costumbres y sus tradiciones. En medio de una nación que se proyecta hacia la modernidad y que se aprovecha notablemente de la vecindad de Estados Unidos, Trinidad empieza a ser admirada como un asombroso reducto del mundo colonial. La pobreza y el aislamiento sirven a los fines de la preservación.
En los fabulosos años cincuenta, acaso la época de mayor pujanza de la Cuba que precedió al castrismo, un nuevo auge económico parecía llamado a devolverle el esplendor a la ciudad; pero la imposición de un régimen totalitario frustró esas esperanzas. Trinidad no es inmune a la devastación castrista, por mucho que se esfuercen en decir lo contrario los visitantes ingenuos y los nativos malvados. Pese a la dedicación y al empeño de algunos honestos especialistas en la conservación local, el resultado neto en un maquillaje fraudulento y atroz.
Medio milenio después de que aquel grupo de intrépidos españoles le diera nombre, la villa de la Santísima Trinidad –desprovista de muchas de las familias que alguna vez la enriquecieran y le dieran arraigo y solera a sus tradiciones – corre el riesgo de conservarse caricaturescamente, sin que por ello la modernidad esté a punto de transformarla. Algo para llorar.






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