En el año 1514, los
conquistadores españoles fundaron en un ameno valle del sur de Cuba, apenas a
una legua del mar, un modesto enclave al que llamaron villa de la Santísima
Trinidad. Estas fundaciones del Nuevo Mundo tenían por punto de partida el
desbroce de un terreno que serviría de plaza pública y la celebración de una
misa, en un improvisado altar, casi siempre a la sombra de un árbol.
Es curioso que el sitio
escogido para la fundación de Trinidad no estuviera próximo al mar o en la
inmediata vecindad de un río, como si los conquistadores hubieran subordinado
esas necesidades al clima y al panorama que se disfruta desde esa especie de
anfiteatro natural que es como un palco gigantesco frente al Caribe.
El nuevo asiento estuvo
marcado, desde temprano, por la precariedad y la deserción: como tantos otros
pueblos de la región, fue un apeadero en el camino de la conquista de Tierra
Firme; pero tal vez se despobló, al principio, más que otros. Justo a los cinco
años de ser fundada, cuando apenas era un caserío que empezaba a crecer por
cuenta de la ganadería, llegó Hernán Cortés y se llevó a casi todos los
hombres, entre ellos a algunos vecinos que, de pacíficos hacendados, terminaron
por convertirse en audaces guerreros –como Pedro de Alvarado, que se destacaría
en la conquista de Mesoamérica.
Por los próximos doscientos
años, Trinidad tiene un desarrollo muy lento, que tal vez podría calificarse de
raquítico. En ese tiempo se enfrentó alguna vez a corsarios y piratas (o fue
víctima de sus saqueos) y comerció asiduamente con contrabandistas. Su época de
prosperidad empieza en el siglo XVIII, y particularmente a fines de ese siglo,
cuando la revolución haitiana da lugar al gran auge del azúcar y el café de
Cuba. Es entonces que el llamado Valle de los Ingenios se convierte en un
emporio que enriquece a los trinitarios. Es la época en que se construyen las
grandes casonas y rueda el oro, con el estigma indiscutible de que esa
prosperidad, que marca el carácter definitivo de la ciudad, se sustenta sobre
el trabajo esclavo de decenas de miles de negros.
La ciudad adquirió su perfil
definitivo en esa opulenta primera mitad del siglo XIX, que es también el
tiempo en que se afincan los ilustres apellidos de la oligarquía local: Iznaga,
Borrell, Brunet, Béquer, Cantero… cuyas viviendas, o sus ruinas, hoy muestran a
los turistas. En esa época Trinidad llegó a ser la capital de la región central
de Cuba y sus clases altas derrochaban en lujos suntuarios, con casas
mercantiles que importaban directamente artículos de Europa. El conde de Brunet
edificó un teatro digno de cualquier principado alemán; Justo Germán Cantero
hizo enlosar de mármol el cauce del río que pasaba por su quinta de recreo para
disfrutar de una enorme piscina natural; Juan Guillermo Béquer levantó un
palacete estilo georgiano con fuentes de las que manaba vino y champaña en sus
fabulosos saraos. De estas maravillas no quedan hoy más que algunos muros
ruinosos.
El empobrecimiento de los
suelos, la falta de previsión empresarial, la competencia de otros puertos de
embarque se citan entre las causas del declive económico que le sobrevendría a
la ciudad a partir de los años sesenta del siglo XIX. Cuando adviene la
república, Trinidad es una ciudad venida a menos que, prácticamente aislada del
resto del país, se dedica a rumiar su decadencia, a reafirmar sus costumbres y
sus tradiciones. En medio de una nación que se proyecta hacia la modernidad y
que se aprovecha notablemente de la vecindad de Estados Unidos, Trinidad
empieza a ser admirada como un asombroso reducto del mundo colonial. La pobreza
y el aislamiento sirven a los fines de la preservación.
En los fabulosos años
cincuenta, acaso la época de mayor pujanza de la Cuba que precedió al
castrismo, un nuevo auge económico parecía llamado a devolverle el esplendor a
la ciudad; pero la imposición de un régimen totalitario frustró esas
esperanzas. Trinidad no es inmune a la devastación castrista, por mucho que se
esfuercen en decir lo contrario los visitantes ingenuos y los nativos malvados.
Pese a la dedicación y al empeño de algunos honestos especialistas en la
conservación local, el resultado neto en un maquillaje fraudulento y atroz.
Medio milenio después de que aquel grupo de intrépidos
españoles le diera nombre, la villa de la Santísima Trinidad –desprovista de
muchas de las familias que alguna vez la enriquecieran y le dieran arraigo y
solera a sus tradiciones – corre el riesgo de conservarse caricaturescamente,
sin que por ello la modernidad esté a punto de transformarla. Algo para llorar.
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